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Ele (Continuación de El rey del blanco)

Foto del escritor: Gaby LaboniaGaby Labonia

Actualizado: 17 dic 2020

Todos sabemos que hay un mundo paralelo al nuestro en que las cosas nunca son incoherentes, no porque todo sea normal desde nuestro punto de vista, sino porque no existe tal concepto.

Un mundo en el que alguien puede bañarse por adelantado durante cuatro horas, por ejemplo, para no tener que repetir el proceso en el resto de la semana. O en el que es válido entregar solo las consignas de una tarea porque las respuestas fueron respondidas de manera casual en algún momento del día que no viene al caso.

No todos tenemos acceso a ese mundo, al menos no los que ya hemos conocido el significado de la incoherencia; porque sabemos que el único requisito para entrar en esa dimensión es la ignorancia total de esa y toda palabra que ostente un significado parecido. Sin embargo, sí es posible para los de ahí extraviarse en este mundo, por el simple hecho de que sus parámetros y condiciones no les permiten una concepción completa de los límites, tal y como son entendidos por nosotros.

Pero antes de que el conocimiento de los mundos paralelos se generalizara y entendiéramos la naturaleza de las personas con características lógicas irregulares, ellas estaban entre nosotros y hasta pasaban desapercibidas. Luego, llegado un punto, se volvía muy difícil relacionarse con ellos, tanto que algunas veces se generaba una tensión tan nociva que alguien resultaba exterminado.

Hoy estamos muy lejos ya de esas rusticidades, pero de vez en cuando alguno de ellos se filtra en esta dimensión y se instala sin que podamos percibirlo a tiempo. Entonces suele ser muy infeliz e incomprendido entre nosotros, y hasta tildado de inadaptado social por los que no se detienen a observar y comprender de qué se trata.

Ele tenía un imán para la gente así. Los percibía de lejos sin necesidad de demasiada observación, tanto que con el tiempo se dedicó a la inclusión y tutoría de este tipo de personas en la única institución adecuada para tal fin: La Escuela de la Piedad. No era una tarea fácil, solía encariñarse con ellos, y viceversa. Pero sabía que fuera de su mundo las personas no serían felices, y esa era la verdadera motivación de su trabajo.

Se trataba de una institución normalizadora que albergaba a gente con desajustes incoherentes de todo tipo. Allí se los preparaba para la vida, para insertarse en ese mundo paralelo al nuestro en que no serían cuestionados ni maltratados jamás. Sólo necesitaban la insignia otorgada por algunos años de permanencia allí, que aseguraran la interacción plena con personas de su misma condición y otros tutores dispuestos a sacrificar su cosmovisión durante un tiempo, por la causa. Porque sucedía tras determinado periodo que ellos también comenzaban a olvidar el concepto de incoherencia y ya no podían abandonar la institución sin su insignia correspondiente. Entonces hallaban un lugar en la dimensión paralela y todos eran felices.

Pero el problema de Ele, además de encariñarse con las personas, consistía en su incapacidad para olvidar. Así que el período estipulado de permanencia consciente como tutora en la Escuela de la Piedad se extendió más allá de lo debido. Fue así como el Consejo Directivo decidió permitir que abandonara el lugar, sólo con la condición de que dedicara su vida a identificar anomalías conducentes al reclutamiento de las personas que así lo necesitaran. Entonces Ele se convirtió en una especie de híbrido que oscilaba entre los dos mundos, con conocimiento pleno de ambos. No era feliz.

No lo fue hasta que se decidió. Lo único liberador sería hallar la incoherencia perfecta para fugarse al mundo paralelo aún sabiendo el significado de lo coherente. Para ello necesitaba un disparate, completamente incierto, sin justificación alguna, del cual ser parte: una persona que viviera la mayor parte del día de manera absurda, inconsciente de ello, y que en su incoherencia incluyera una estratagema integradora de otro ser, ficticio o no, en el completo anonimato, sin vuelta atrás.

Conoció a Samuel el día en que abrió su tienda de blanco. Reconoció las anomalías en su personalidad, su incapacidad para distinguir entre lo verosímil y lo absurdo. Pudo percibir en él la necesidad de dramatizar o llevar adelante una pantomima fuera de lo común con la excusa de garantizar la seguridad para su local; y la tentación de sentirse superior, de ser el rey de un reino nuevo, regido por un pacto inédito entre los dos mundos, lo terminó de convencer. Pero Ele no sabía de las consecuencias de tal aventura. La simple idea de sociedad entre las dos dimensiones produjo un bucle de incoherencia en el que cayó para siempre, y ya no pudo elegir. Ya no estuvo en este mundo ni en el otro. Devino en el ser imaginario de Samuel, en el confinamiento de hablar con él indefinidamente desde algún lugar al que llamarían depósito, y por medio de un aparato que no serviría para comunicar. Día tras día, año tras año, tal vez hasta que la muerte los separe o hasta que alguien descubriera el engaño.



 
 
 

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