El judío de Flores, así lo conocen, aunque él se autopercibe como “el rey del blanco”; no puede ser de otra manera, tiene todo el local abarrotado de cortinas, sábanas, manteles, toallas, y dirige todo eso detrás de un mostrador, conformado también por cortinas, sábanas, manteles y toallas. Hace hasta lo imposible para mantener al cliente interesado: nunca está solo, habla por el intercomunicador con un empleado del depósito y le informa todos los detalles de lo que sucede en el local; en tiempo real y récord da órdenes, pide que le alcancen lo que necesita, hasta el cambio. Porque un rey tiene que tener por lo menos un súbdito y, si va a tener uno, este tiene que ser incondicional, incuestionable. Tiene que estar. Siempre.
Cuando Dani fue a comprar los ganchos para las cortinas aquella vez, entró ahí por el simple motivo de que era el único lugar donde los había visto. Pero lo que encontró fue superador de los ganchos. Sabía que tenía un personaje delante suyo, aunque no sabía del todo por qué, pero se le impuso. Siempre se sintió atraída por la gente rara y por la de la colectividad, a pesar de no tener ascendencia alguna que la ligara a la judía, sí a la rareza. Adjudicó su atracción a esto último. “El judío de Flores”, luego supo que así lo conocían las señoras en el barrio, ató cabos y entendió que su atracción era doble.
La primera imagen suya que tengo es muy difusa, porque al entrar al local, apenas si pude verlo detrás de las pilas de mercadería. Fue necesario que se me acostumbrara la vista para llegar a disociarlo completamente, aislarlo de las prendas y establecer su figura en mi retina. Él estaba muy atareado, como atendiendo a una veintena de personas, tanto que me arrepentí de haber pasado en ese momento. ¿Qué podían significar mis ganchos entre tanta opulencia de prendas y de señoras demandantes? Pero no alcancé a pensar en volver más tarde que el judío ya me estaba preguntando qué quería. Mientras yo le mencionaba los ganchos, él ya estaba hablando con su ayudante por el Handy; mientras me preguntaba de qué color, se lo decía a él, mientras me informaba el precio, ya estaba agarrando el billete que yo le extendía; no alcancé a tomar el vuelto que ya me encontraba con un pie en la calle, y no solo con un gancho, sino con dos de diferentes colores. Amé esa capacidad de persuadirme inmediatamente. Pensé que un hombre así podría representarme un peligro en otras circunstancias, yo le daría todo. Pero suelo exagerar pensamientos cuando me siento desarmada.
Samuel, el rey del blanco, tiene un hijo que lo acompaña todo el día en el local, no haciendo nada. El rey percibe esto, pero prefiere entretenerlo sin hacer nada ahí que en otro lado, con quién sabe qué posibles tentaciones. Tampoco es justo que lo tenga en el depósito, haciendo la tarea de su ayudante. Así que un día le instaló un sillón y supo que de ahí no se movería más. Todo rey tiene sus compañías decorativas; todo príncipe, sus privilegios.
La segunda visita de Dani a la tienda fue intencional. Necesitaba toallones oscuros, era el lugar más barato de la zona, y estaba él, El judío. Se alegró al verlo, atareadísimo como siempre, entre la gente, las sábanas y la intercomunicación con su asistente del depósito.
Yo quería ver cómo hacía para ser tan rápido y eficiente, que me vendiera algo más de lo que pensaba comprar, sentirme convencida por alguien tan sagaz. Pedí un toallón azul, y mientras él lo pedía por el Handy, me mostraba unas sábanas estampadas que con gusto no pude rechazar. Así que el judío pidió otras, porque tal vez prefería no entregar la mercadería que tenía de muestra; hasta en esos detalles era excelente. En el mismo momento en que seguramente el empleado del depósito se acercaba con los productos, pude ver entre las prendas a un chico de unos quince años, parecido al vendedor, seguramente el hijo o un sobrino; estaba sentado en un sillón con cara de aburrimiento, como si ya se hubiera acostumbrado al espectáculo pero no tuviera más remedio que verlo una y otra vez por algún secreto acuerdo. No pude seguir observándolo porque ya el judío me extendía el vuelto, la bolsa y dos caramelos blandos. Lamenté tanto no haber visto al ayudante por distraerme con el chico. Hasta no conocerlo, me faltaría cierta sensación de completud.
Todos los días Samuel repasa para sí las reglas de su reino. No permitirá que el cliente tenga tiempo de andar husmeando, así que será rápido, él y su asistente. Para ello, en el mismo momento en que realicen el pedido, él estará con la tecla del Handy oprimida y repetirá enérgicamente productos, colores y códigos. A la vez ofrecerá mercadería afín a la pedida, mostrando posibles combinaciones. Esto distraerá la mirada indiscreta del cliente y le disparará nuevas necesidades. Todo entra por los ojos, y él no puede darse el lujo de desperdiciar el segundo que le lleva hacerse de lo pedido desde el depósito. Por eso no puede tener un mostrador, sino que ese espacio debe ser aprovechado por las prendas que él y solo él sabrá encontrar con eficiencia. El arreglo que tiene con su hijo consiste en que mire, que mire todo y evite posibles hurtos o confusiones; y que aprenda, porque algún día será él quien realizará la puesta en escena.
Dani ya se consideraba clienta del judío, y sucede con las clientas que a veces llevan compañía para compartir la dicha consumista. Ella lo llevó a Juan. Iban a hacer un cambio trascendente en su vida matrimonial: cambiarían las sábanas por una funda nórdica. Tal cambio ameritaba que él también eligiera. Pero además, en lo profundo de su alma, quería que su marido viviera la experiencia del judío, que conociera a ese hombre capaz de convencerla de las necesidades más ocultas.
Había poca gente cuando entramos aquella vez, en realidad nadie. Escuché varias veces decir que cuando uno invita a alguien a ver su espectáculo favorito, es como si lo volviera a ver en la mirada del invitado. Está tan interesado en la opinión de esa persona y en lo que la experiencia generará en ella, que es como si se pusiera sus ojos para verlo nuevamente por primera vez. Eso me pasó esa tarde, sólo que los ojos de Juan me revelaron algo que los míos nunca habían sido capaces de captar: no existía tal ayudante del depósito. El judío se acercaba a la boca algo que bien podía ser un control remoto viejo, o un celular analógico. Ni botón oprimible tenía. Él mismo tomaba la mercadería con disimulo y rapidez, nadie se la traía. Cómo no me había dado cuenta antes. Todo estaba diseñado para el engaño, un engaño que a mí me había cautivado. Me sentí estafada, no por la mentira del Handy, al fin y al cabo su puesta en escena era magistral, sino porque el judío no había podido sostenerla por lo menos una vez más, ante mi invitado de honor, que ahora salía riéndose con poco disimulo de la tienda. No me importaba la verdad, sino el engaño, mostrarle a Juan la magia que yo había vivido anteriormente. Si hasta las señoras se lo creían. Yo las había escuchado en la carnicería hablando del judío y su ayudante.
Nunca más Daniela fue a comprar a “El rey del blanco”, pero supo con el tiempo, por medio de todos y de nadie, en medio de rumores clandestinos y casi indescifrables, que ahora se ocupa el hijo del negocio, que el judío ya no opera en este plano. Hay que indagar bastante para entender (porque a nadie le gusta hablar de eso) que un día lo encontraron detrás del mostrador, sepultado entre cortinas, sábanas, manteles y toallas. No se saben los detalles, pero se busca a su asistente del depósito por ciertas pericias contundentes que lo incriminan.
Dani pasa por la puerta cada tanto, alimenta la esperanza de que los rumores sean falsos, de verlo nuevamente con el Handy, atareado en su reino de dos. Entraría sin dudarlo, compraría lo que fuera para que tan solo una vez más el judío la convenciera de algo.
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