
El día en que llegó el celular a casa yo estaba profundamente enamorada de un imbécil. Me gastaba cuantas monedas tenía en el teléfono público de la esquina, consolando a ese que había roto con su primera novia y que ahora me hablaba con cariño, hasta que se le pasara la tristeza y tal vez estuviera entero para hacer algo más que hablar. Mi esperanza consistía en esto, me posicionaría como la nueva (o segunda) opción y seríamos felices.
Vaya deseo que se cumplió, pero no como yo había imaginado, sino trastocado, distorsionado, como suele suceder con la mayoría de los deseos. Así que, pasado algún timepo, sería yo la que deshiciera la relación y me convirtiera en la nueva ex, pulverizándole el corazón, peor que la anterior, porque siempre es peor. El caso es que cuando llegó el celular, mis métodos de comunicación consistían en el teléfono de la estación de servicio y en el de la emisora en la que trabajaba, que no podía usar para realizar llamadas, sino para recibirlas. Porque una radio es también eso, escuchar al oyente, cercano en la más remota distancia, llamando desde algún lugar imposible, alguna estación de tren, una garita de seguridad, una salita de primeros auxilios, desde la soledad absoluta, incluso desde otra radio. Así me había enamorado de él, hablando de control a control, delante de una consola, cada uno con su música, él con el audio sucio e infalible de la AM, yo con la fidelidad breve de la FM. Como las emisoras estaban distantes, yo podía escuchar su programación y él no podía escuchar la mía, que se iba perdiendo en los kilómetros, como la lejanía del día en que lo llamé por primera vez, haciendo uso del teléfono prohibido de la emisora. De radio a radio, la llamada duró dos horas, y cada uno de esos minutos me fueron descontados del sueldo cuando llegó la factura. Por lo menos era de madrugada, y entonces las llamadas de línea tenían una tarifa reducida y una magia infinita.
El innovador tecnológico fue mi papá, siempre. A costa de lo que fuera, él se las ingeniaba para llevar a casa lo que empezaba a dar vueltas en un mercado argentino, retrasado y pobre. Y nuestra casa era también pobre, pero no más retrasada que la clase social a la que pertenecíamos. Así había sido con el beeper un año antes. Pocas cosas resultaban más inútiles que eso en nuestro círculo, y eso que nosotros no teníamos teléfono de línea en casa y se podía pensar como una opción interesante de comunicación. Pero había resistencia. Nada era tan urgente o importante como para gastar energía enviando un mensaje a esa cosa que captaba las palabras y que las transformaba en texto, en una especie de telegrama incorpóreo, que desaparecería cuando ya no hubiera espacio (¿espacio dónde?). Además, era como si el grado de justificación de usarlo estuviera directamente ligado al nivel profesional de quien recibiría el mensaje. Eran objetos que podía tener un médico, un alto ejecutivo de alguna empresa, tal vez un abogado, o alguien adinerado que no me había engendrado.
Y ahí estaba mi papá, en 1995, con el Motorola Dyna TAC, de 1983. Un ladrillote con antena, cuya batería pesaba lo mismo que El juego de los abalorios (en todos sus aspectos), libro que estaba leyendo para cuando el acontecimiento.
Aún no éramos influenciados por los efectos globales instantáneos de ahora, por lo que tampoco nos dábamos cuenta del retraso de doce años (lapsus de tiempo en el que hoy cambiaríamos como cinco veces de dispositivo). Los días eran más largos y los minutos para hablar, breves. Te cobraban por llamar y ser llamado. Y sólo eso podías hacer con el teléfono: hablar o mirarlo. No como lo vemos ahora, desde adentro, desde muchos dispositivos que nos atrapan en una especie de juego perenne que todo lo abarca y del que no se puede salir nunca más. Nosotros mirábamos el aparato mismo, sus contornos, su color indefinido, sus luces prometiendo futuro, palabras, acuerdos. Así que el máximo punto de realización era hablar a través de él. Siempre y cuando la señal ayudara, porque podía suceder que la comunicación fuera infructuosa, que se cortara, que no se escuchara bien, que hubiera interferencia, hechos que no impedirían el irremediable paso del tiempo que más tarde te cobrarían detallado minuciosamente en la factura de Movicon. Y pensábamos que eso era una estafa, que se estaban aprovechando de nosotros, pero nunca nos dimos cuenta del verdadero control absoluto hasta que ya no nos importó.
Yo sabía que no podría usar ese teléfono, porque no tendría el dinero para afrontar el gasto que representaba, pero ya me sentía más cerca de alguien. Había un artefacto en casa que simbolizaba una comunicación en potencia. Porque del otro lado, en alguna parte del conurbano que yo todavía no conocía, otro aparato, antiguo, de línea, era factible de ser llamado desde este, que estaba en mi casa, compitiendo con el beeper, calladito, pesado, sin cables, presente, con una señal que titilaba en verde, anunciando la posibilidad. Y eso fue lo que con el correr de los minutos comenzó a pesarme: el cruel recordatorio de que me podían llamar, pero no lo harían, y de que yo también podía hacerlo, sorprender al otro, aunque no me atrevería. Tenía tres impedimentos: el tiempo mismo de la llamada, la falta de solvencia para costearlo y la posible indiferencia de alguien que no esperaba mi llamado y que tal vez no estuviera en su casa, sino arrastrándose en alguna parte tras el amor perdido de su ex, como el perro que vuelve al vómito, irremediablemente. Era una imagen que por ese tiempo tuve muy presente; si él no estaba en su casa, no podía estar haciendo otra cosa que arrastrarse. Pero la posibilidad de averiguarlo estaba ahí, tras las líneas verdes de titilante señal, al alcance de mi mano, y eso transformaba lo que me quedaba de dignidad en ansiedad.
Me costó algunos ruegos convencer a papá de que me dejara llamarlo. Después de todo, para algo se tenía que usar el teléfono. Si nadie hablaba con nadie por temor a gastar, sería lo mismo que no tenerlo (y entonces mamá tendría razón: era lo mismo que el beeper). Había llegado el momento del sacrificio. Tres minutos, no más. Claro que a papá no le dije que no sabía quién me atendería del otro lado, que todo era ambiguo y difuso entre esas líneas de comunicación. Busqué mi libretita imantada, en la que tenía anotados, con letra nueva, insegura, con nombres en imprenta mayúscula, los diez o veinte números que alguna vez podría llegar a usar. Por supuesto, a ese ya lo sabía de memoria, pero no quería arriesgar, que mis nervios me jugaran una mala pasada, errar algún dígito y terminar desperdiciando mi inusitada oportunidad.
El número era de larga distancia, detalle que no había tomado en cuenta, pero que la empresa destacaría más tarde en el detalle de facturación. La característica comenzaba con un cero y seguía. Creo que eso hacía más interesante la marcación. Todavía recuerdo las teclas del celular, que hacían un sonido de aviso al ser apretadas y que se encendían en verde, destacando el número y el contorno. Eran suaves al tacto, pero a la vez precisas; estaban pensadas para que no hubiese errores. Los números iban apareciendo en la pequeña pantalla superior del rectángulo tras ser marcados: primero el cero, después el dos… y al acabar había que apretar “send”. Estaba hecho. El sonido de llamada una vez, dos veces, tres, y el rumbo de mi vida a la espera. Cuántas decisiones como esas luego definirían mi futuro, una cadena de marcado que no se termina hasta el final. La gota de transpiración corriendo por la espalda, porque alguien atendería y seguro no sería él, que todavía no se había acostumbrado a mis llamadas y aún no saldría corriendo para ganarle a su hermana. Así que atendió ella, que sí sabía que era yo, no desde un celular, no importaba desde qué aparato; sería yo, la tonta enamorada de su hermano, que lo llamaba explicando ser una compañera del trabajo, ni que eso importara, ni que tuviera algo que ver un irremediable domingo a la tarde. Su actitud se parecía (siempre, no solo ahora) a la de alguna de las hermanastras de la Cenicienta que solían chillar y reírse irónicamente en el musicuento de Viscontea que había escuchado mil veces de chiquita, girando sobre el tocadiscos de papá.
Una risa breve y un “bueno, ahora te paso”. Todo había valido la pena, ahí estaba, desde un lugar lejano, su voz de chico. Porque entonces, tengo que reconocerlo, en ese momento, en ese preciso instante de mi primera llamada por celular, él no era un imbécil. Tardó años en serlo, no porque haya cambiado de actitudes paulatinamente, sino porque yo comenzaría a notarlo con el tiempo, cuando el juego empezara a cobrar sentido y a dividir entre ganadores y perdedores, y cuando eso comenzara a importarme.
No fue un imbécil cuando me besó por primera vez, cuando entrecruzó sus dedos con los míos al tomarme la mano, saliendo de la laguna; no fue patético cuando todo lo que teníamos era lo palpable, cuando el instante que vivíamos, en un solo plano y espacio era evidente, concreto; cuando sólo competíamos en Kilos o Magahercios, y no había metaverso capaz de someternos; cuando el juego de los abalorios, que recién estaba comenzando, tenía reglas precisas, impresas en papel. Porque, qué difusos somos hoy, viendo el pasado desde un smartphone, con tantas líneas azules de vistos clavadas en el alma.
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